Desde los tiempos primeros, ha sido la palabra lámpara para iluminar el camino en todas las civilizaciones. Fue la palabra la que marcó el rumbo de una nueva especie. En la medida que fue logrando invocar y evocar al tiempo del movimiento universal. Cuando logró asimilar e interpretar el lenguaje de las estrellas, se abrió ante este nuevo ser las posibilidades infinitas de la imaginación. La capacidad de crear paralelos alternos a nuestra realidad.
La hoguera en sus orígenes ardía en medio de la desolación y una inferiodidad, en relación a otras especies, bastante peligrosa y desventajosa. Era la palabra, el balbuceo inicial de nuestra especie la que iba creando alternativas de organización y sobrevivencia, al tiempo que iba nombrando todas las cosas, poblando de abstracciones su medio y circunstancia. Su organización y sobrevivencia habrían sufrido de fatídico desenlace, si su incipiente estructura social en el tobogán de la historia no hubiese dependido del lenguaje.
Fue la palabra la chispa que iluminó la ruta por donde el hombre habría de tejer en el tiempo su cultura. El relato, el mito, la leyenda, el oráculo basados en la palabra fueron la evidencia de su ulterior desarrollo. Brújula en el devenir de los tiempos y su esplendor. Por ejemplo Milton creo la escenografía del paraíso y la gloria. Dante nos llevó de la mano a conocer y recorrer el infierno y sus vericuetos.
En todos los escenarios culturales a través de los siglos pudo el hombre, articulado por la palabra y su capacidad creadora, diseñar alternativas para su propia evolución en todos los órdenes de su estructura social y biológica.
La palabra misma se invistió de diivinidad cuando creó a Dios. La palabra redimió su propia naturaleza proyectándose y descubriendo su medio y su escencia. Pudimos decir: Mañana o ayer. Pudimos argumentar numéricamente y pudimos invocar la presencia de Dios en medio de la desolación del tiempo y su espacio. La actividad gnoseológica del hombre tuvo como palanca para mover la epopeya más hermosa, al menos en este rincón del ático celeste, a la palabra y algo jamás anteriormente visto: La naturaleza descubriéndose a si misma frente al espejo. Observando ensimismada sus formas e infinitudes, la noción de su propia existencia, recreandose en una lluvia de firmamentos. Pudo reconocer su propia mirada, su propia consciencia y su sombra. Sintió el calor de la magma recorrer las venas de su ser, descubriendo la ocurrencia de su propia creación. Fue entonces cuando surgió el impulso primer, el primer alito , la flama de la consciencia. Tuvo que decir ¿Dónde? para guarecerse de la infinitud de los recovecos y barandas celestiales, para que su propia sabia se remontara en el motivo de todas las cosas.
Fue la palabra el soplo para derribar los límites del infinito, recuperarlos y multiplicarlos en su propio laberinto de espejos. Encendió con su imaginación la llama que no habría de consumirse: Lo Eterno, su parte masculina. La eternidad, su parte femenina. Dioses de las grandes y pequeñas cosas y lo restante por nacer.
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