¿Qué miro en la mirada del que ve que miro solo parte
de lo que se ve?
¿Jirones de tiempo,
arrancados al vitral que refracta la voz del tiempo
y no tiempos, pues solo una muerte hay?
¿Los verdes de la tundra que se desmoronan
en el arco iris del festín de los verdes?
¿El verde de Lorca, el verde tornasol de la alquimia
del cielo profundo; anaquel del creador, alo divino,
Dador impersonal de batallas inconclusas, cotidianas,
enquistadas en la espuma de los ríos
que alimentan de prodigios insignificantes a la mar?
¿Acaso pizca de la floresta, llamas que se consumen
en los labios del cielo, adoquín de las calles de tus pueblos,
edificados por la mano alfarera en una historia,
repleta de estrellas que no tienen revés, ni soltura,
brillo andrógino de una mándala universal;
donde se asoman tantos Dioses
a sorber algo de humanidad, algo de temporalidad,
para obtener el mayor placer del ser:
una caricia de finitud en el vaho apocalíptico de la muerte,
la que trasciende su aura, sus pasos, su esencia, su dolor.
Esa extraña liviantad que es brillo en la mirada
de los hombres primeros que habitaron la Lacandona,
Sierra de Juárez o el Cuchumá,
sin que ellos sepan a ciencia cierta
que están tocados de infinitud,
por el ocaso que devela a la madre,
envuelta en velos de tul turquesa y holanes de fiesta
escapando a conjeturas y absoluciones
y al chiflido del silencio quema las naves del desvelo
entre aromas de copal y lentejuelas de verde flamor.
Esparciendo a los cinco puntos cardinales
diamantina de la estrella polar, que es la última y primera
en la procesión de los tiempos acurrucados
en un eterno renacer, arpegio de las centurias,
dinamo de los precipicios, adagio en el vuelo del águila
que no sabe que sigue siendo Dios.
No comments:
Post a Comment